Las lágrimas en los ojos del astro del fútbol, Pelé, y del presidente de Brasil, Luis Inácio Lula da Silva, evidenciaron las ganas que tenía el país de la samba en celebrar por primera vez en la historia de Sudamérica, unos Juegos Olímpicos.
Los rivales eran de peso, con Obama defendiendo las posibilidades de Chicago, Nadal y el rey Juan Carlos haciendo lo propio con España, y Tokio, haciendo gala de todos sus recursos destinados a ofrecer el mejor evento deportivo de la historia.
Pero era su turno. Era la hora de poner las cosas balanceadas y darle el último empujón a la potencia mundial que es Brasil, sediento de reconocimiento y esplendor, que ya organizó los Juegos Panamericanos en Río de Janeiro y logró adjudicarse el próximo Mundial de fútbol en el 2014. No fue suficiente, quisieron completar una década de deporte e historia y firmar la sede de Río para organizar los Juegos Olímpicos en suelo latinoamericano, por segunda vez después de México en 1968.
La justa olímpica llega en buen momento para los cariocas. Con una economía sobresaliente y autosuficiente, con un mercado activo y uno de los lugares con mayor historia futbolera y deportiva en general, Río de Janeiro ha sido elegida no sólo para compensar el olvido en que quedó el continente a la sombra de Estados Unidos y Canadá, sino que se trata del ambicioso proyecto de da Silva de llenar cultural y deportivamente a todo su pueblo, sumido en una pobreza y una delincuencia con un único fin anticipado: las drogas.
Todos los males sociales que afectan al Brasil de hoy pueden comenzar a peligrar si el deporte se inmiscuye de manera gradual, como fueron los Panamericanos, como será el Mundial y el éxito rotundo que espera ser Río en el 2016.
Para Latinoamérica también supone una victoria, no sólo por cercanía, sino porque todo el mundo se acordó que existe un continente rico en potencial deportivo y humano. Desde Copenhague nos dieron la oportunidad, y ya estaba bueno. A Sudamérica, le llegó la hora.
Los rivales eran de peso, con Obama defendiendo las posibilidades de Chicago, Nadal y el rey Juan Carlos haciendo lo propio con España, y Tokio, haciendo gala de todos sus recursos destinados a ofrecer el mejor evento deportivo de la historia.
Pero era su turno. Era la hora de poner las cosas balanceadas y darle el último empujón a la potencia mundial que es Brasil, sediento de reconocimiento y esplendor, que ya organizó los Juegos Panamericanos en Río de Janeiro y logró adjudicarse el próximo Mundial de fútbol en el 2014. No fue suficiente, quisieron completar una década de deporte e historia y firmar la sede de Río para organizar los Juegos Olímpicos en suelo latinoamericano, por segunda vez después de México en 1968.
La justa olímpica llega en buen momento para los cariocas. Con una economía sobresaliente y autosuficiente, con un mercado activo y uno de los lugares con mayor historia futbolera y deportiva en general, Río de Janeiro ha sido elegida no sólo para compensar el olvido en que quedó el continente a la sombra de Estados Unidos y Canadá, sino que se trata del ambicioso proyecto de da Silva de llenar cultural y deportivamente a todo su pueblo, sumido en una pobreza y una delincuencia con un único fin anticipado: las drogas.
Todos los males sociales que afectan al Brasil de hoy pueden comenzar a peligrar si el deporte se inmiscuye de manera gradual, como fueron los Panamericanos, como será el Mundial y el éxito rotundo que espera ser Río en el 2016.
Para Latinoamérica también supone una victoria, no sólo por cercanía, sino porque todo el mundo se acordó que existe un continente rico en potencial deportivo y humano. Desde Copenhague nos dieron la oportunidad, y ya estaba bueno. A Sudamérica, le llegó la hora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario